Forjar una comunidad inclusiva depende de nosotros, los adultos, y de nuestra habilidad para reconocer lo diverso como una fortaleza de nuestra sociedad y dar el ejemplo en ello.
1) La naturalidad de los niños a veces nos desconcierta:
- “Mamá, ¿por qué este niño no habla?”. “¿Qué le pasó a esa niña en la cara?”. ¿Por qué soy tan distinto a mi hermano?
- “Mi amor, eso no se pregunta”. “Deja de mirar así a ese niño”.
Como adultos, más de alguna vez nos hemos enfrentado a alguna de estas difíciles preguntas. La naturalidad y curiosidad de los niños a veces nos pone incómodos, porque creemos que el hecho de que reconozcan diferencias en otros pares es inadecuado o no tenemos una respuesta con la que podamos salir del paso.
Olvidamos que parte de esta naturalidad tiene que ver con la exploración del mundo que nos rodea y que es necesaria sobre todo durante los primeros años de vida. Es gracias a la exploración que el niño capta y organiza el entorno. Acompañarlos en sus descubrimientos les permite llenar el mundo de significados y atribuciones positivas o negativas a las cosas.
Es por esto que cuando hacemos de esta exploración un tabú, en vez de reconocer con amabilidad y respeto la diversidad, hacemos desaparecer esa sensación de seguridad: los niños aprenden que está mal preguntar y reconocer las diferencias entre las personas puede volverse amenazante. En estos casos, incrementamos la posibilidad futura de que un niño mire con más recelo a alguien que no se parece a él, por ignorancia o miedo a lo diferente.
Es por esto que para formar niños inclusivos, tenemos primero que evitar el miedo y la desinformación hacia lo distinto, lo cual parte por las formas en que los adultos respondemos a situaciones ya sea dentro de nuestra propia familia, o la comunidad que nos rodea.
2) Crear ambientes inclusivos desde el núcleo de la familia parte por los adultos.
- Como adultos y cuidadores de niños pequeños, el primer paso es hacer conscientes nuestras propias experiencias de inclusión, las vivencias que tuvimos desde niños y qué necesitamos para sentirnos cómodos y alineados ante este desafío. A veces, nuestra historia personal puede presentarnos algunas dificultades; por lo que es importante observar nuestras creencias, limitaciones y conocimientos con honestidad y autocompasión, sin juicios ni autorreproches. Esta revisión compasiva sobre nosotros mismos puede darnos algunas las claves para descubrir qué tipo de herramientas necesitamos para crear para los niños un mundo más inclusivo:
- ¿Son barreras personales?: ¿Me cuesta trabajar con otros? ¿Me cuesta acercarme a alguien que piensa, siente o es distinto a mí? ¿Cómo se siente para mí salir de mis zonas de confort? ¿Qué habilidades tengo para abordar este tema?
- ¿Son barreras actitudinales?: ¿Con qué estereotipos crecí durante mi niñez? ¿Tiendo a generalizar o tengo experiencias que me permiten acercarme a nuevas realidades? ¿Cómo y cuánto me he informado de distintas condiciones, discapacidades, culturas que también son parte de mi comunidad?
- ¿Son barreras organizacionales?: ¿He contado durante mi vida con experiencias que puedan acercarme a una crianza más inclusiva? ¿He tenido la posibilidad de conocer de cerca una realidad distinta a la mía? (En mi educación, ambiente laboral, familia etc).
Seamos adultos que aprenden a convivir en un mundo donde cada uno tenga su espacio. Y tal como indica Daniel Comin “Si enseñamos a los niños a aceptar la diversidad como algo normal, no será necesario hablar de inclusión, sino de convivencia”.